EL CORAZÓN DE DON QUIJOTE
ALEJANDRO FERNÁNDEZ GARCÍA
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Don Quijote
envejecía. Los años, como ladrones, le habían robado cuanto es orgullo y
vanidad de la vida: la fuerza en los brazos, la luz en el cerebro, y la energía
en el corazón. Apenas podía sostener la terrible, lírica lanza; entre sus manos
las riendas de Rocinante eran dulces hilos de seda; en su cerebro el
pensamiento era ya, pálida, moribunda llama, incapaz de alumbrar nuevas y
temerarias aventuras, y entre su pecho el corazón le temblaba de frío como un
pájaro sobre la nieve. Viéndose en semejante estado, débil, envejecido,
apolillado, sin otro horizonte que la tumba, Don Quijote lloraba amargamente.
Por sus apergaminadas mejillas le corrían en silencio largos hilos de lágrimas.
Pero Don Quijote lloraba menos por las tristezas de su vejez que por el
infortunio de la humanidad. ¿Faltando él, quién velaría por ella? ¿Quién sería
el amparo de los desvalidos y los huérfanos? Su obra había sido hasta entonces
infatigable y generosa, pero muerto él ¿quién la podría continuar con la misma
inquebrantable fe y con el mismo santo desprendimiento? Pensando de esta suerte
y meditando quién podría ser su sucesor, Don Quijote se acordó de haber oído
hablar de Róbinson, un hombre famoso, solitario y fuerte, que vivía en una isla
desierta, perdida en el lejano corazón de la mar. De este hombre extraño se
referían descomunales aventuras de valor y de audacia inauditas. Don Quijote se
llenó de alegría y se enjugó las lágrimas. A su cerebro acudió la idea de
visitar a Róbinson. ¿Quién si no él podría ser el heredero de su nombre y el
continuador de su obra? ¿Quién, si no aquel hombre generoso y fuerte, podía
hacerse paladín de los desheredados en el mundo?
Don Quijote
preparó, pues, su viaje.
Una mañana,
embarcándose en una galera, partió, de no sé qué puerto de la tierra española. Sobre
la mar, tierna como una flor, la galera navegaba... Las velas, hinchadas por el
viento, impulsaban la nave hacia el Oriente remoto, blanco, como de plata. El
sol apenas dejaba mojar en el agua verde y profunda dos o tres hebras de sus
largos cabellos de oro. Y por cima del mástil de la galera, comenzaban a pasar
las primeras gaviotas, como grandes flores errantes de un país fabuloso. ¿A
dónde iba la galera? ¿Iba hacia el Norte? ¿Iba hacia el Sur? Don Quijote lo
ignoraba.
Sumergido en
profundas meditaciones, abandonando el timón, dejaba a la galera navegar a su
capricho. A lo lejos, la tierra era una raya muerta y por los cuatro orientes
de la nave sólo se miraba la mar, la mar, vasta y profunda como el desierto,
vieja y sonora como un arpa.
¡Pobre Don Quijote!
¡Qué singular aventura! El sol del medio día le incendiaba el cerebro, le
tostaba la sangre en las venas... Por su piel apergaminada y vetusta le corrían
gordas gotas de sudor. Comenzaban a deshojarse en el cielo las dolientes rosas
crepusculares y aún permanecía Don Quijote absorto en sus cavilaciones. ¿En qué
pensaba? ¿Acaso en Rocinante? ¿Acaso en Sancho?
Cuando la noche
cayó, alrededor de la galera comenzaron a abrir sus cálices las
fosforescencias... Don Quijote creyó viajar entre flores. Flores azules, flores
verdes, flores rojas. La galera partía sin piedad los tallos maravillosos.
Mientras la galera
corría sobre los viejos lomos de la mar, Don Quijote creía ver aparecer a cada
instante, entre la bruma blanca, las costas negras de la isla. Sus pupilas
dilatadas y encendidas por la fiebre le brillaban entre la sombra como
carbunclos. ¿Cuánto tiempo duró el viaje? ¿Fueron días, fueron meses, fueron
años? No se sabe. Don Quijote, casi moribundo, arribó una mañana a la isla de
Róbinson.
Róbinson hasta
entonces no había tenido mortificaciones. Con su astucia y su talento los
salvajes no habían sido enemigos para él. Las bestias feroces, la lluvia, el
sol, el hambre, los había vencido. Pero cuando descubrió en el fondo de la
galera, la figura de Don Quijote, exigua y moribunda, se llenó de temores y de
angustias. De fama conocía él a aquel hombre que con sus discursos y sus obras
había llenado de locura el mundo. Su enfermedad había enfermado a los hombres.
Con su presencia en la isla peligraban su hacienda y su vida; y Róbinson lleno
de pavor, temblándole las piernas y con el rostro pálido, se aprovechó de la
debilidad de Don Quijote, y colocando su cabeza sobre el borde de la galera, se
la cortó de un golpe, con su hacha filosa y robusta. Luego, ya sin temores,
Róbinson se fue a su choza, hacha al hombro, leyó un capítulo de la Biblia y creyó haber
practicado una obra pía librando al mundo de uno de sus más terribles enemigos.
Pero del cadáver
mutilado comenzó a correr la sangre. Sobre la playa de oro, sobre la onda azul
del mar, la sangre del corazón de Don Quijote empezó a correr, primero gota a
gota, como encendidos rubíes, y después más rápida y copiosa como un inacabable
torrente de púrpura. Todo el día estuvo cayendo la sangre roja sobre la mar
azul, hasta que no hubo una sola gota más en el exhausto corazón de Don Quijote.
Todo el caudal de su sangre se fue a la mar; pero no fue a morir como cualquier
otra sangre vulgar y ruin, disolviéndose en el agua, o alimentando el sórdido
vientre de los peces. Roja y ardiente se formó primero una mancha que flotó
sobre el agua, la cual se fue agrandando, poco a poco, lentamente, cada vez
mayor, hasta convertirse en una isla maravillosa, llena de músicas fugaces, de
flores extrañas y de perfumes turbadores. Y desde entonces esa isla feliz,
bohemia, trashumante, recorre a su capricho las vastas llanuras de la mar, en
todas sus diversas latitudes, desde las pálidas soledades hiperbóreas, hasta
los encendidos mares tropicales; invisible a las miradas vulgares de los
hombres; y a cuyas riberas de oro, cuando el ideal se muere, sólo pueden mirar,
las tristes, las enfermas, las vagas, las agonizantes miradas de los poetas...